Ciudad del Vaticano, 05 de
abril de 2015
Queridos
hermanos y hermanas, ¡feliz Pascua!
Jesucristo
ha resucitado.
El amor ha
derrotado al odio, la vida ha vencido a la muerte, la luz ha disipado la
oscuridad.
Jesucristo,
por amor a nosotros, se despojó de su gloria divina; se vació de sí mismo,
asumió la forma de siervo y se humilló hasta la muerte, y muerte de cruz. Por
esto Dios lo ha exaltado y le ha hecho Señor del universo. Jesús es el
Señor.
Con su
muerte y resurrección, Jesús muestra a todos la vía de la vida y la
felicidad: esta vía es la humildad, que comporta la humillación. Este es el
camino que conduce a la gloria. Sólo quien se humilla pueden ir hacia los
«bienes de allá arriba», a Dios (cf. Col 3,1-4). El orgulloso mira «desde
arriba hacia abajo», el humilde, «desde abajo hacia arriba».
La mañana
de Pascua, advertidos por las mujeres, Pedro y Juan corrieron al sepulcro y lo
encontraron abierto y vacío. Entonces, se acercaron y se «inclinaron» para
entrar en la tumba. Para entrar en el misterio hay que «inclinarse», abajarse.
Sólo quien se abaja comprende la glorificación de Jesús y puede seguirlo en
su camino.
El mundo
propone imponerse a toda costa, competir, hacerse valer... Pero los cristianos,
por la gracia de Cristo muerto y resucitado, son los brotes de otra humanidad,
en la cual tratamos de vivir al servicio de los demás, de no ser altivos, sino
disponibles y respetuosos.
Esto no es
debilidad, sino autentica fuerza. Quién lleva en sí el poder de Dios, de su
amor y su justicia, no necesita usar violencia, sino que habla y actúa con la
fuerza de la verdad, de la belleza y del amor.
Imploremos
al Señor resucitado la gracia de no ceder al orgullo que fomenta la violencia
y las guerras, sino que tengamos el valor humilde del perdón y de la paz.
Pedimos a Jesús victorioso que alivie el sufrimiento de tantos hermanos
nuestros perseguidos a causa de su nombre, así como de todos los que padecen
injustamente las consecuencias de los conflictos y las violencias que se están
produciendo, son muchas.
Pedimos paz
ante todo por Siria e Irak, para que cese el fragor de las armas y se restablezca
una buena convivencia entre los diferentes grupos que conforman estos amados
países. Que la comunidad internacional no permanezca inerte ante la inmensa
tragedia humanitaria dentro de estos países y el drama de tantos refugiados.
Imploremos
la paz para todos los habitantes de Tierra Santa. Que crezca entre israelíes y
palestinos la cultura del encuentro y se reanude el proceso de paz, para poner
fin a años de sufrimientos y divisiones.
Pidamos la
paz para Libia, para que se acabe con el absurdo derramamiento de sangre por el
que está pasando, así como toda bárbara violencia, y para que cuantos se
preocupan por el destino del país se esfuercen en favorecer la reconciliación
y edificar una sociedad fraterna que respete la dignidad de la persona. Y
esperemos que también en Yemen prevalezca una voluntad común de
pacificación, por el bien de toda la población.
Al mismo
tiempo, encomendemos con esperanza al Señor misericordioso el acuerdo
alcanzado en estos días en Lausana, para que sea un paso definitivo hacia un
mundo más seguro y fraterno.
Supliquemos
al Señor resucitado el don de la paz en Nigeria, Sudán del Sur y diversas
regiones del Sudán y la República Democrática del Congo. Que todas las
personas de buena voluntad eleven una oración incesante por aquellos que
perdieron su vida ―y pienso muy especialmente en los jóvenes asesinados el
pasado jueves en la Universidad de Garissa, en Kenia―, los que han sido
secuestrados, los que han tenido que abandonar sus hogares y sus seres queridos.
Que la
resurrección del Señor haga llegar la luz a la amada Ucrania, especialmente a
los que han sufrido la violencia del conflicto de los últimos meses. Que el
país reencuentre la paz y la esperanza gracias al compromiso de todas las
partes interesadas.
Pidamos paz
y libertad para tantos hombres y mujeres sometidos a nuevas y antiguas formas
de esclavitud por parte de personas y organizaciones criminales. Paz y libertad
para las víctimas de los traficantes de droga, muchas veces aliados con los
poderes que deberían defender la paz y la armonía en la familia humana. E
imploremos la paz para este mundo sometido a los traficantes de armas que ganan
con la sangre de los hombres y las mujeres.
Y que a los
marginados, los presos, los pobres y los emigrantes, tan a menudo rechazados,
maltratados y desechados; a los enfermos y los que sufren; a los niños,
especialmente aquellos sometidos a la violencia; a cuantos hoy están de luto;
y a todos los hombres y mujeres de buena voluntad, llegue la voz consoladora
del Señor Jesús: «Paz a vosotros» (Lc 24,36). «No temáis, he resucitado y
siempre estaré con vosotros» (cf. Misal Romano, Antífona de entrada del día
de Pascua).
No hay comentarios:
Publicar un comentario